Hans Friedrich Gadow fue un reconocido biólogo prusiano que durante su viaje a Motzorongo se le atribuye la gran labor de documentar la forma de vida de este lugar en el naciente siglo, y por integrar especies locales de insectos y anfibios en el museo de Londres. No sabemos qué razones llevaron a Gadow a interesarse por México, ni con qué preparación lingüística pudo contar en sus viajes veraniegos, en los que combina el placer, la curiosidad y la investigación, siempre secundado por su esposa, aventurera intrépida y consumada dibujante. No obstante, Gadow prefiere el ámbito rural para sus viajes, no solo por su condición de naturalista sino porque en el campo es más perceptible el pasado, las costumbres aún no incorporadas a la modernidad, las tradiciones que enlazan con épocas lejanas.
Lo que estás a punto de leer es la bitácora de viaje que escribió Hans Friedrich Gadow durante su estancia en la Hacienda de Motzorongo en el verano de 1902, donde, desde entonces, se relata la historia del lugar, la existencia de la tienda grande, los reales (una antigua moneda de Motzorongo), la fauna, y la pochota que fue sembrada por Porfirio Díaz. Tal vez un documento meramente personal del famoso biólogo en aquel entonces, pero que ahora, a más de 100 años de aquel viaje contiene datos históricos relevantes.
La bitácora de viaje escrita en 1902.
Nuestra primera parada del viaje fue Motzorongo, nombre de una hacienda. El administrador nos recibió y alojó en la amplia casa, que se convirtió en nuestro laboratorio.
Motzorongo tiene un interesante pasado, típico de muchas de estas haciendas. Pacheco, un general del ejército mexicano en el periodo de la intervención extranjera, asestó a los franceses un fuerte golpe en Puebla, pero tuvo la mala fortuna (o quizá, por lo que luego resultó, más bien buena) de perder un brazo y una pierna en la contienda. Esto lo convirtió en héroe nacional y, después de la total expulsión del enemigo, el general Díaz lo premió con grandes extensiones de tierra, muchas o la mayor parte de ellas confiscadas a las diferentes órdenes religiosas tras la reforma del presidente Benito Juárez. Motzorongo fue una de estas donaciones. Se edificó una casa para Pacheco y un costoso ingenio azucarero con todas las instalaciones propias de una refinería; como remate, se construyó el ferrocarril de Córdoba a Motzorongo, germen del actual Ferrocarril de Veracruz al Pacífico.
Pero al viejo guerrero Carlos A. Pacheco no le fue bien económicamente, y Díaz, que nunca abandonó a sus aliados en los difíciles tiempos de la crisis nacional, llegó a verlo en apuros. En una de sus visitas de simpatía, el Presidente plantó una ceiba (Bombax ceiba), ahora muy crecida. Cuando murió el viejo Pacheco hubo que hacer frente a gruesas hipotecas, y la hacienda con el costoso trapiche quedó en ruinas. Luego la compró una compañía extranjera, que nombró un administrador para intentar ponerla de nuevo en marcha.
Al principio, las órdenes religiosas tomaron las tierras de los nativos; al ser desamortizadas, los títulos de propiedad se anularon y pasaron a manos de la empresa Pacheco; en consecuencia, los indígenas tuvieron que seguir pagando un tributo a Motzorongo. Los de Las Josefinas y La Raya, dependencias del lugar mayor, además, estaban obligados a trabajar en la hacienda dos días a la semana por un salario ínfimo.
Durante la época patriarcal y holgada de Pacheco aquello iba bien, como había ido durante cientos de años. Pero el largo interregno que siguió a la muerte de Pacheco los desmoralizó por completo, se convirtieron en unos holgazanes inútiles, y solo ocasionalmente se los hacía trabajar por seis o siete reales al día. A mediados de semana se reunían de sesenta a ochenta, hasta el sábado que recibían la paga. Al siguiente lunes aparecían tres o cuatro, alguno más el martes, y así los otros días, para desesperación del administrador, que nunca sabía de cuántos trabajadores podía disponer.
Había un almacén, una tienda repleta de toda clase de mercancías capaces de tentar a los nativos, como carne enlatada, cigarros, leche, coñac, mantas de lana y machetes. Algunos de los machetes eran de origen alemán y otros americanos; ambas clases eran resistentes, pero no tenían gran demanda, por la sencilla razón de que el modelo no era apropiado a la zona. Las distintas tribus son muy especiales para sus machetes, no solo en la forma y tamaño de la hoja, sino también en la forma y diseño del mango, en los que prevalece el modelo acostumbrado. No sin cierta dificultad tratamos con la gente el asunto de la recolección. Sin embargo, el nuevo negocio acabó por beneficiar a la tienda. Me hice con un puñado de monedas para pagar a los niños, y cuando en la misma tarde volví por cambio, esperando no incomodar al tendero, abrió la caja y dijo contento: “Ahí las tiene, tómelas de nuevo; todas volverán a mí otra vez.” Los chicos habían gastado sus ganancias al instante en golosinas y otros productos más necesarios, y las monedas circulaban con celeridad.
Unos jornaleros trajeron un par de buenas boas constríctor, que habían encontrado escondidas en la tierra cuando cavaban un campo. Siendo nobles criaturas, como lo son todas las boas, al contrario que las pitón, las llevaron a nuestro vagón y las metieron en una cuba. A la mañana siguiente ambas habían desaparecido; después de mucho buscarlas, una apareció bajo la plataforma cerca del almacén, y la otra se tuvo que dar por perdida. Días más tarde, mi mujer, revisando el equipaje, la encontró. Con perseverancia, fue bastante fácil recuperarla, pero mi mujer y yo teníamos las manos ocupadas con la criatura, que podría haber sido fuerte de sobra para rompernos un brazo si le permitiéramos enroscarse en él y tener algo a que agarrarse. El animal nunca perdió su sosiego, aunque se movía con decisión, y todo lo que pudimos hacer, estando solos, fue mantenerlo sujeto. Pero no pretendíamos ensayar el grupo de Laocoonte, así que pedimos a un muchacho que nos ayudara a poner el reptil en la caja. ¿Cómo no?, dijo, y saltó al vagón. Pero el chico no estaba preparado para encontrarse con otra cabeza de serpiente al levantar la tapadera de la cuba, y solo a fuerza de mucha paciencia y persuasión se consiguió que él y las serpientes no escaparan. Lo peor de esos menudos percances es el estado de agotamiento al que se llega en una región donde todo esfuerzo adicional causa chorros de sudor y trastorna mentalmente.
Cuando uno puede tumbarse en una hamaca del porche, con un refresco al lado, la vida en el trópico es placentera; pero cuando tiene un ciento de tareas extrañas que hacer, además de la actividad diaria, la vida adquiere un aspecto muy distinto; y nosotros no éramos perezosos, pues no habíamos venido solo a divertirnos. Nos proponíamos pescar en los remansos más profundos del río Blanco, llamado así por lo blanquecino de sus aguas, que discurren sobre un lecho de caliza. Más fácil de decir que de hacer; solo los preparativos duraron dos días dando vueltas al asunto y rezongando.
En los anexos de la casa había numerosos cartuchos de dinamita almacenados; un día entero nos costó conseguirlos; luego vino el hacerse con las mechas, que descubrimos en el almacén junto a las de las lámparas, debido a su similitud. Siempre resultaba ser otro hombre el que sabía o estaba encargado o tenía la llave del sitio, e invariablemente era el que se había ausentado. El segundo día aún faltaban algunas cosas, como los detonadores, que un día después aparecieron en los bolsillos del abrigo del tendero. Mateo y yo queríamos empezar las operaciones con el frescor de la mañana; ya hacía calor cuando al fin logramos ponernos en marcha; luego, para buscar un lugar adecuado, teníamos que cruzar una milpa. Era un calvero que se había hecho cortando y quemando los árboles; las mayores ramas y los troncos carbonizados se habían dejado como habían caído, formando cercados regulares. La reverberación del calor era tremenda. Al final nos preparamos para la acción, y nos encontramos con que las mechas no encajaban en los detonadores. Sin embargo, todo fue bien, y con la emoción de recoger los peces aturdidos llegamos a vadear el río, que en nuestro estado ya más tranquilo no tuvimos valor para cruzar de nuevo. Conseguimos volver sujetándonos a las ramas colgantes, y luego gateando sobre un árbol caído, a todo esto cargados con un rifle, un salabardo, botellas de cristal, y los bolsillos llenos de cartuchos y la parte del botín.
Luego vino la caminata de regreso bajo el sol de mediodía, conservar y etiquetar especímenes, y tomar notas, con muchos moretones, arañazos, la piel quemada, un apetito remilgado y las menudas alteraciones psicológicas, todo ello más que suficiente para un día. Por la tarde hubo que preparar trampas para varias clases de zarigüeyas o tlacuaches (Didelphis virginiana y D. opossum) y pequeños roedores.
No era poco alivio merodear por el hermoso bosque, meterse en los huecos de los árboles, levantar troncos y piedras, o —lo que resultaba más eficaz— sentarse sin más y observar lo que pudiera surgir. Un día Mateo y yo, con un nativo, estuvimos recolectando a nuestro antojo. Habíamos recogido o más bien aturdido algunos peces y ranas; habíamos capturado una pequeña rana grillo (Hyla staufferi), hasta entonces conocida solo en Guatemala, y en una rama habíamos encontrado un nido que parecía el de un pájaro, de donde saltó una zarigüeya madre (Didelphis opossum), que llaman ratón tlacuache, con nueve crías. Ayudamos al perro a ahuyentar un animal carnívoro, capturamos una o dos serpientes, y entonces uno de nosotros tropezó en una raíz que atravesaba el camino. El indio la cortó con su machete y yo recogí del hueco un verdadero tesoro, en forma de un tipo de lagarto ciego, sin patas, de aspecto miserable, un Anelytropsis papillosus. Los dos ejemplares “de cerca de Jalapa” habían sido descritos por E. D. Cope en 1885; este, el tercero conseguido, se conserva ahora en el Museo Británico.
Satisfechos, fumamos un cigarro y, media hora más tarde, el indio extendió su mano y en el mismo tronco en que nos recostábamos atrapó un estupendo Corytophanes hernandezi, lagarto raro y de forma curiosa, del que solo conseguí dos ejemplares más. Varias veces había mirado aquel pedazo de corteza en pie, pero hasta que no se movió no reconoció al teterete, término nahua para cualquier lagarto de cola y patas largas de la familia de los iguánidos. Los teteretes de tierra recuerdan al camaleón en la forma, y su colorido ocre aumenta su semejanza con una rama seca o trozo de corteza. Logré llevar con vida este ejemplar a casa, donde pronto se hizo dócil. Charcas y ríos a lo largo de toda la tierra caliente esconden otro iguánido (Basiliscus americanus), el teterete de agua, “basilisco”, “pasarríos” o “barquero”. Es vegetariano, llega a medir 30 centímetros, y su cabeza tiene forma de casco; el lomo y la cola del macho, que es mayor que la hembra, ostenta una cresta dentada alta y rojiza, y el color predominante del cuerpo es verdoso. Esos lagartos son muy tímidos y generalmente se colocan en las ramas cercanas a la orilla o que cuelgan sobre el agua. A la menor señal de alarma se tiran al agua y corren por la superficie, medio erguidos, remando con sus largas patas traseras, ayudados de su cola larga y movible, y así cruzan el río o estanque para saltar y esconderse en los arbustos de la otra orilla. Es una sensación curiosa ver un lagarto de regular tamaño cruzando las aguas por sí solo y escuchar los ruidos que hace al impulsarse y chapotear.
La estación de Motzorongo no tenía oficina de telégrafos, hasta una mañana en que llegó un operador y se instaló con sus instrumentos en uno de los edificios vacíos. Más tarde, aquel hombre causó bastantes disgustos. Había traído consigo a su mujer, una señora alta y blanca, con abundante cabello rojizo, cuyo aspecto hizo que cierto dependiente irlandés se enamorase de ella, y las recriminaciones conyugales fueron el resultado. Al final —esto nos lo contaron bastante después de que sucediera— el marido, hombre metódico, encargó a la capital un revólver y una caja de balas, puso todos sus libros de contabilidad al día, escribió una extensa carta a sus superiores indicándoles que no podría continuar con su trabajo, se dirigió a los almacenes, hizo dos disparos sobre el culpable, lo atravesó con un tercero, y luego se entregó a la primera persona que quiso arrestarlo.
El primer ofensor se debatió largo tiempo entre la vida y la muerte hasta que se recuperó gracias a los asiduos y familiares cuidados de la seductora causante del daño. El marido, único culpado en el drama, estuvo en prisión todo ese tiempo, y una cárcel en tierra caliente mexicana no es un sanatorio. El magistrado, presionado por amigos de ambas partes, encontró difícil cumplir con su deber. Si condenaba a un hombre que, bajo mucha provocación, había disparado contra otro, posiblemente la sentencia no satisfaría a sus amigos; y si lo absolvía y luego el herido muriera, aún gustaría menos. Lo más propio era decir “mañana veremos todo”, o incluso “pasado mañana”. Solvitur ambulando, el tiempo decidirá. Como con el tiempo se vio claro que no había habido homicidio, que ambos hombres habían sufrido lo suyo, y que la seductora se había portado de manera imparcial cuidando del herido, el caso se sobreseyó, y el trío abandonó el lugar por considerarlo demasiado insano para seguir allí.
Los indígenas del valle desde Córdoba a Motzorongo hablan español, y se consideran de los mexicanos (vulgo aztecas) que, en tiempos pasados, habían extendido su influencia por las tierras bajas de Veracruz. Para ser exactos, solo son aztecas los colonos dominantes en los pueblos; el resto de la población tiene afinidades dudosas. Sin embargo, unos cuantos kilómetros al sur vive una tribu autóctona, los mazatecos, que pertenecen a la gran familia mixteco-zapoteca. Parte de la propiedad de la Compañía Motzorongo penetra largo trecho en el territorio de esa interesante tribu, uno de cuyos caciques, un individuo joven y cortés, nos invitó a que lo visitáramos en Río Tonto.
Una hermosa mañana salimos en dirección a la villa de Tezonapa, 6 kilómetros al sur, donde muchos cientos de indígenas estaban reunidos en una feria. Luego dimos un largo paseo por el más hermoso bosque primigenio, que atraviesa un camino resultante de desbrozar la frondosa vegetación; las estribaciones o espolones de la sierra se cruzaban hacia el oeste a una altitud de unos 300 metros. Debido a esos espolones el camino subía y bajaba, con arroyos o ciénagas, aquí y allá, que árboles caídos ayudaban a salvar. Antaño debe de haber sido bastante transitable; había incluso un tendido telefónico hasta Las Josefinas, pero muchos de los postes estaban rotos, y el cable, en parte cortado, lo habían utilizado los nativos en unas torpes cercas para los caballos, prendidas y enrolladas en la hierba. Eso explicaba por qué la comunicación telefónica con Las Josefinas “últimamente no funcionaba”.
El lugar, dependencia de la gran hacienda a la que llegamos después de mediodía, era una ruina absoluta, ocupada solo por sus cuidadores, una pareja de indios viejos. Nada se podía conseguir allí excepto alojamiento, y pasamos una noche animada. Para empezar, según explicó amablemente el anciano indio, era la noche ideal para que los chaquistes aparecieran en miríadas: se trata de mosquitos negros muy pequeños, que se posan en la piel y la abrasan como granos de arena al rojo. Luego las ratas hurgaban debajo de las camas para ver qué comida podían haber dejado los inusitados forasteros, se escabullían y crujían alrededor, susurraban y chillaban al tiempo que corrían. Por fin nos venció el sueño, pronto interrumpido por el estruendo de unos lagartos que perseguían a las ratas y atrapaban alguna en el techo de palma. El casero dijo que tal vez sería su mazacóatl, la boa, que estuviera cazando en el tejado, pero no era el sonido que esas criaturas hacen al arrastrarse. Aunque era frecuente encontrar serpientes en aquel lugar, solo capturamos dos pequeños ejemplares en la cocina mientras preparábamos el desayuno.
El día siguiente, por fortuna sin lluvia, lo pasamos en un bosque aún mayor, hasta que llegamos a La Raya, un asentamiento cerca de Río Tonto. Así, terminaría nuestra estancia en Motzorongo.
Referencias:
Gadow, Hans Friedrich. Through Souther Mexico: Being an Account of the Travels of a Naturalist. Whiterby & Co. 1908. / Hans Friedrich Gadow / Fotografía de portada tomada de mubis.es.
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