Los chaneques, traviesos duendes prehispánicos

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La leyenda de los chaneques

Veracruz es un Estado que guarda muchas leyendas en su haber: a través de los años, la gente ha vivido ciertos eventos que se han permanecido para formar parte de la cultura local, pues han pasado de boca en boca y son conocidos por la mayoría. En esta ocasión, hablaremos de una figura que es parte del folclor del sur de Veracruz: Los Chaneques.

Según la voz náhuatl Ohuican, chaneque significa “los que habitan en lugares peligrosos”. Estas criaturas eran dioses menores de la mitología mexicana prehispánica. En general, se creía que estos seres habitaban en los bosques o selvas y cuidaban de los manantiales, árboles y animales, por lo que eran una especie de guardianes. Otra de las características de los chaneques es que son muy traviesos pues suelen asustar a la gente, haciéndoles perder su tonalli¸ es decir, el espíritu asociado al día de su nacimiento, el cual tenía que recuperarse mediante un ritual o el individuo corría riesgo de muerte.

Según las crónicas de algunas personas que los han visto, los chaneques tienen aspecto de niños y se les encuentra en el sureste de México, siendo personajes muy traviesos que juegan escondiendo las cosas a las personas, e incluso, se dice que cuando se aparecen a alguien, es para perderlo pues ocasionan desorientación y las personas parecen perdidas por un cierto tiempo. Algunos dicen que es mejor traer la ropa puesta al revés cuando se camina solo por el monte o la selva y así evitar que los chaneques te lleven. Mientras que para algunos, las historias de los chaneques son solo fantasía y forman parte de los mitos populares, otros que cuentan haberlo vivido estas criaturas son más que solo cuentos y forman parte de sus recuerdos.

Aquí una historia de un señor de Catemaco, que narra cómo los vio de cerca.

“Yo los vi, compadre. Y no es cosa de que ‘biera yo ‘andao borracho. Noooo. En mi ‘meritito juicio. Me interné en el monte buscando palos ‘pa hacer leña y me ‘jui más lejos que de costumbre. Entré por el camino de Solotepec y cuando me di cuenta ya estaba yo en el mero corazón de la selva como que una ‘juerza misteriosa me empujó hacia allá”.

¡Qué lugar tan bonito, compadre! con decirle a ‘usté que hasta me quité el sombrero en señal de respeto y de miedo también, porque la ‘verdá sea dicha me dio miedo compadre, me entró como un escalofrío y hasta calambre me dio. Había un silencio como de muerte. El sol colaba sus rayos entre los espesos árboles y bajaba en tiras de luz esparcidas igual que como las que pintan en las estampas de la Divina Providencia. Los bejucos que colgaban de los árboles parecían culebras que caían hasta el suelo; las flores de pitahaya y lengua de mujer se abrían tan grandes como nunca las había visto y deslumbraban de tan preciosas. Una mancha de pico ‘e canoa rompió el silencio y se paró entre los árboles, pintándolos más con el arcoiris de sus picos.

Ay compadre, qué cosa tan bonita… un airecito suave, blandito, se pegaba al cuerpo como acariciándolo, y las mariposas, ‘desas grandototas azules que poco se ven en el pueblo, pintaban el aire con su polvo brillante azul turquesa. Con decirle a ‘usté, compadre, que hasta me olvidé de a lo que iba. Me acurruqué junto a un tronco viejo y me quedé mirando, mirando esa bendición de Dios. Pero tuve que volver a mis cabales, compadre, porque la ‘necesidá obliga… ya le digo a ‘usté que iba a cortar leña y empecé con el primer tronco seco que estaba más cerca de mí. Ya ‘bía yo ‘levantao el machete, compadre, cuando oí unos quejidos como de criatura enferma; muchos, compadre, muchísimos, en coro, como si les estuvieran dando tormento… los sentí tan pegados a mis oídos que parecía que se me venían encima, apretados y juntos como un zumbido de avispas. Entonces mi miedo aumentó.

Dejé ‘tirao el machete y salí despavorido… corrí como mejor pude, abriendo brecha entre el monte con mi propio cuerpo. Corrí, corrí, compadre, como alma que lleva el diablo, y va ‘usté a creer, compadre, que el ruido ya no era de llanto sino de risas… eran risas, compadre, carcajadas que aumentaban a medida que yo más corría. Entonces cavilé —han de ser los cabrones chaneques que me quieren jugar una mala pasada— y procuré calmarme a ver si ellos también se calmaban. Ya no corría; caminé con ‘tranquilidá buscando encontrar algún camino, pero cuando me di cuenta ya andaba por la laguna encantada.

Usté cre’, compadre… las risas no paraban, y yo vueltas y vueltas sin poder llegar a ninguna parte, volviendo siempre al mismo lugar. Con decirle a ‘usté que hasta me caí varias veces y andaba ya todo ‘ensangrentao. Ya estaba yo apunto de tirarme a la laguna de puro desespero, compadre, porque ya estaba empezando a hacerse de noche, cuando vi, primero sus ojos como tizones encendidos entre la ramazón, y después sus cuerpos, compadre, viejos como tronco de árbol viejo, con reflejos verdes como ramas verdes, pero no alcancé a verlos mejor porque la oscuridad ya había apretado. Entonces me acordé de que mi ‘amá me había dicho que lo que hay que hacer cuando lo atrapan a uno los chaneques es gritar tres veces Juan, pero con ganas, como ‘pa conjurar el hechizo. Grité con ‘juerza: ¡Juan! ¡Juan! ¡Juan! y de pronto como que todo se me aclaró; ya no era de noche como creía; las risas se callaron… empecé a caminar… todo se me volvió conocido otra vez, y ‘jue así como pude dar con el camino, compadre. Cuando llegué a la laguna bebí bastante agua ‘pa enjuagarme el susto, me zambullí con todo y ropa, y cuando salí, sentí como si el mismo San Juan Bautista me hubiera bautizado con su agua bendita, porque se me borró el hechizo y me olvidé de todo lo que me había pasado, compadre.

A continuación otro relato sobre los chaneques en la región de Paso del Macho publicado por Tomás Contreras para El Sol de Córdoba.

El profesor Francisco Armengol González, revela lo que ha vivido y escuchado referente a los chaneques, seres que han compartido con los humanos desde épocas milenarias, según nuestros ancestros. Y es que además, el maestro da a conocer sus experiencias sobre estos duendes que rondan en casas, ríos, arroyos y parajes del bosque; los místicos encuentros son por un tiempo fugaz.

Señala Armengol González que “desde pequeño escuchaba a los ancianos hablar sobre los chaneques, eran pláticas tan interesantes que no movíamos ni siquiera un dedo, vaya, ni siquiera parpadear, tan atentos estábamos que todos los chiquillos no perdíamos ni siquiera un detalle sobre lo que nos contaban, cuando se terminaba la plática nos decían “chamacos cabrones, no anden solos en las calles o en el campo, porque si se apendejan se los llevan y los pierden y para que los encontremos va a estar cabrón…”.

Agrega que “al paso del tiempo un día Doña María (que así le decía a mi mamá) me dijo:

—Hijo, ¿vas al molino a traerme una poquita de masa?, ya que no me va a alcanzar para mis entregos.
—Sí, pero todavía está muy oscuro y tengo mucho sueño.
—Ándale hijo, ahorita casi no hay gente y cuando regreses te vuelves a acostar. — Me preparó una cubetita de nixtamal bien copeteada.
—No vayas a tirar el nixtamal, así como te la doy, así me la tienes que traer de masa y no vayas a ponerte a jugar con las chamacas, te regresas pronto.
—Si amá.
—Ah, se me olvidaba decirte que cuando cruces las vías del tren y si hay furgones fíjate bien que no esté el tren y pasas con cuidado debajo de ellos.
—Sí. — Le respondo.

Serían como las cinco de la mañana, estaba bien oscuro, dice el profesor, “además yo no era miedoso, al llegar a las vías del tren al ir atravesándolas (ya que había varias vías de entrada y salida al ingenio azucarero), ¡De pronto! Se me apareció un niño pequeño, bonito no mayor a un metro de estatura, medio gordito, pelón, lo curioso era que no tenía cejas y sus ojos un poquito grandes de lo normal, con un pantalón corto y camisa blanca de manga larga, cuando me dice: —Pancho, vente a jugar con nosotros apareciéndose otros dos atrás de mí y uno de ellos me empuja. ¡Órale!, pinches chamacos me van a tirar el nixtamal y si lo hacen me va a madrear Doña María. Por mi mente pasaron muchas cosas y recordé a los señores grandes de lo que nos contaban, y se me ocurrió una idea y no lo pensé dos veces, ¡vamos a jugar a las escondidas!, yo cuento hasta el 100 y ustedes se esconden pero rápido porque yo cuento rápido, soy bueno para encontrarlos, si les gano me dejan pasar y me responden – ¡Sííí!. Éstos empiezan a correr debajo de los furgones; empiezo a contar 1, 5, 7, 15, 50, 95. Inmediatamente con mi cubetita en mano, que por cierto nunca la solté, salgo corriendo como cuete atravesando agachado por los furgones como pato tratando de no tirar el nixtamal, mi salvación era llegar a un callejón para llegar a la carretera y como a una cuadra estaba el molino, no supe ni cómo llegué; me molieron el nixtamal luego, luego, no había casi gente. El problema era el regreso, sabía que si regresaba por el callejón ahí estarían esperándome y me iba ir peor pues los había engañado, la otra salida era caminar cuatro cuadras más hacia abajo y tendría que atravesar la vía que era la misma por la que había pasado, el otro problema, pensé, que tal si también me están esperando otros por allá, me dije, mejor me espero a que amanezca, serían entonces como la 5:30, al poco rato llega mi hermano Gilberto, éste tenía 10 años de edad y yo 8 años. Al llegar al molino me regaña y me dice que Doña María está bien encabronada, de porque me estoy tardando tanto con la masa, dice que a la mejor te pusiste a jugar con las escuinclas o tiraste el nixtamal por andar jugando”.

—No le conteste, que le pregunto, por dónde te viniste y me contesta:
—Pues por donde, por el callejón pend…
—Y no viste algo por las vías.
—No vi nada más que los furgones del tren”.

Fue entonces que le contó a su hermano lo que le había sucedido: “Que me habían salido los chaneques y que no me dejaban pasar, querían que jugará con ellos y les dije que no porque me iban a regañar en mi casa, entonces se me ocurrió decirles que jugáramos a las escondidas y que yo era el que iba a contar y ellos corrieron a esconderse, ahí fue donde me les pelé por el callejón y si me apendejo un poquito me llevan, tú sabes que lo encuevan a uno y lo convierten en chaneque al no encontrarlos. A lo que me responde mi hermano: -A chingaos, eso sí es cierto mejor nos esperamos a que amanezca porque qué tal si nos llevan a los dos, aunque se enoje Doña María, mejor nos quedamos…”.

“Cuando empezó a clarear le dije a mi hermano: —sabes qué carnal, nos van a poner una regañiza bien buena; yo no le digo nada a mi mamá porque no me va a creer, ya sabe que soy bien desmadrozo, mejor tú le dices, me defiendes ya vez que es bien enojona. —Está bien”.

“Cuando llegamos a la casa empezaron las mentadas por arriba y por abajo y los dos calladitos. Cuando se le bajó el enojo a Doña María, es cuando le empieza a contar mi hermano lo que me pasó con los chaneques…”

“Ella no contestó ni me preguntó, nadamás susurraba entre dientes; sabía muy bien lo que me había pasado y si no respondió fue porque yo era el único de tres hermanos que no me asustaba y no le tenía miedo a los espantos o lo que fuera y si Doña María me daba una respuesta sabía que ya no iría ni la acompañaría al molino”.

Siendo ya un joven de 17 años, Francisco Armengol salió de cacería con unos amigos, “nos fuimos a cazar conejos, nos tocó una noche tan oscura y pesada, la mamá de uno de ellos que se llamaba Chabela nos preguntó que a dónde íbamos con las escopetas y le dijimos que a cazar conejos y como a ella le gustaban mucho y los hacía bien sabrosos en adobo, no se negó en darles permiso, nos dijo que tuviéramos cuidado porque la noche estaba muy pesada y para que no tuviéramos problemas nos dibujó una estrella de cinco picos en el brazo izquierdo con tinta de lapicero, esto era para que los chaneques no nos fueran a perder en el camino”.

Al salir de la casa de Doña Chabe, añade el maestro, “tomamos camino hacia los cañaverales donde estuviera el pelillo chico de la caña y así lo hicimos, estábamos como a 3 kilómetros de la casa y ya en el transcurso del camino nos salían bastantes conejos, era como si alguien los dirigiera hacia nosotros, y esto pues se me hacía raro porque brincaban como asustados y no podíamos apuntarles sin que se movieran entraban y salían del cañal ya que éramos buenos para tirar. El caso es que de momento ya no salieron los conejos y todo quedó en absoluto silencio, no se oía nada de ruido, ni el aire se sentía, esto era como si el tiempo se hubiera detenido. De momento al enfocar la luz de la lámpara hacia los pelillos estaba un conejo y que le apunto y ¡bang! Que me lo echo al pegarle pegó un brinco y cayó muerto. Al recogerlo nos dijimos al menos llevamos uno, ya no nos quedamos con las ganas de comer un conejito. De pronto escuchamos que venía mucha gente entre los cañales, serían como las once de la noche, veíamos que las cañas grandes se doblaban de lado y lado, nos asustamos y salimos corriendo metiéndonos a otros cañales escondiéndonos apagando las lámparas de luz que llevábamos en la frente, estábamos agazapados a medio cañal, y otra vez las cañas como que tronaban y se doblaban nuevamente de lado y lado iban derechitos hacia donde nos habíamos escondido y dijimos son los chaneques nos quieren perder o desbarrancar o ¿será gente?, pues salimos corriendo del cañal hasta llegar al camino que nos llevaría rumbo al pueblo, lo curioso es de que no veíamos a nadie a pesar de que alumbramos con nuestras lámparas hacia los cañales y las cañas empezaban otra vez a hacer lo mismo, pero esta vez iban nuevamente sobre nosotros…”.

Anécdotas de los chaneques existen en todos lados, principalmente en rancherías o comunidades bastante apartadas de la zona urbana. Aunque hay personas de avanzada edad que coinciden con los comentarios del profesor Francisco Armengol González, que detalla paso a paso sus vivencias y el miedo que sentía y lo obligaba a decir groserías contra esos pequeños duendes.

Y, el maestro prosigue su relato: “Nos empezaron a arrojar piedras, veíamos que éstas salían del cañal, es como si fueran muchas personas las que nos apedreaban, las piedras eran de diferentes tamaños, grandes y chicas, pero nunca nos golpearon ya que al caer en la tierra no rebotaban nos caían como a metro y medio de distancia. No dejaron de apedrear hasta que llegamos a la entrada del pueblo. Ya más tranquilos íbamos comentando lo que nos pasó, al llegar a la casa de Doña Chabe le platicamos cómo se inició y las cosas que pasaron; ella escuchaba con mucha atención y nos dijo que fueron los chaneques que nos querían perder, además de que se enojaron bastante porque cazamos un conejo y por eso nos apedrearon.

El problema no terminó ahí sino todo lo contrario, al día siguiente los chaneques fueron a la casa de Doña Chabe en la noche, ya estando durmiendo todos le hicieron destrozos en la cocina quebrando platos, vasos y hasta las sillas que eran de madera; Doña Chabe nos dijo que nadie se levantara de la cama, que ellos estaban en su derecho porque si nos hubiéramos levantado a ver la situación después sería peor (esa noche me quedé en casa de ellos).

Ya por la mañana fuimos a la cocina a ver y era un desastre, sillas tiradas por donde quiera, platos y vasos quebrados, la mesa tirada, entre todos levantamos y limpiamos la cocina, al terminar Doña Chabe nos dice: la cosa está cabrona, los siguieron hasta la casa, a estos chaparros hay qué contentarlos, si no van a seguir haciendo su desmadre todas las noches. Entonces se fue a comprar miel al mercado y compró vasos pequeños, ya llegada la noche puso diez vasitos llenos de miel en la mesa; decía, no sabemos cuántos son pero por las dudas vale más que sobren y no que falten, así lo hizo durante varios días hasta que se acabó la miel y los chaneques desde que les pusieron la miel la primera noche ya no causaron daño a la casa, pero, eso sí, venían por su pago que era lo dulce. Por último Doña Chabe nos dice que a los chaneques les gusta la miel o los dulces y con esto se apasiguan y ya no molestan a la gente.

Francisco Armengol abunda que cuando estuvo trabajando en el municipio de Carrillo Puerto, que es productor de ciruelas y mangos, “observé que en la época de cosecha del ciruelo, los árboles no tienen hojas, únicamente el fruto, éstos están completamente pelones. Lo que me llamó la atención fue que las ramas se movían hacia arriba y hacia abajo como si alguien estuvieran meciéndose sobre ellas, algunas estaban inmóviles y lo curioso es que no corría aire fuerte como para que se movieran; en ese instante pasa una familia con dos niños, uno de 10 meses y el otro de 2 años, los niños volteaban a ver el ciruelo en donde se movían las ramas y los niños reían contagiando a sus papás hasta llegar a las carcajadas, me acerqué a los papás preguntando el porqué reían también y me contestaron que era por los chaneques que les hacían gestos chistosos a sus hijos, que, aunque ellos no los veían sus hijos sí y que no eran malos como la gente cree, ya que también ellos de pequeños los veían, además de que no se llevan ni pierden a los niños, solamente a los que son de familia maldosa. Esto sucedió cerca de la comunidad de Loma Larga, como a las 3 de la tarde”.

Agrega que al laborar como Director de Turismo en Atoyac, “por las tardes me gustaba salir a caminar al cerro del Chiquihuite, los sábados o domingos, siempre me gustó andar sólo, rara vez salía con uno o dos amigos, salía desde las 7 de la mañana, me preparaba mi itacate, antes de subir al cerro me compraba una bolsa de paletas de dulce de cajeta, al estar ya en el cerro caminaba sin rumbo, cada 200 o 400 metros de camino dejaba una paletita, ya fuera en una piedra o en las raíces de un árbol, andaba buscando ‘El Camino Real’, un antiguo camino de Veracruz a México que por suerte lo encontré, aunque ya muy enmontado. Rara vez es encontrarse personas por estos caminos y cuando me encontraba alguna nadamás me decían ¡hola!, no me preguntaban qué andaba haciendo solo, les preguntaba si iba bien, que andaba buscando el camino real, algunos me decían más adelantito, a veces ya ni me encontraba gente, pero seguía dejando paletitas hasta que se me acababan”.

En su cansado peregrinar, el maestro Armengol llegó a un ranchito donde había burros del tamaño de un pony, montados por personas altas y de piel blanca, “lo que nunca había visto. Montados en sus burros éstos doblaban sus rodillas para no arrastrar los pies y golpearse con alguna piedra, cuando me vieron me saludaron diciendo simplemente ¡hola! y únicamente levantaba el brazo en forma de saludo sin contestar”.

Añade que después de haber caminado todo el día, emprendía el regreso por otros caminos, “sentía como si me llevará de la mano, pero no sentía ningún temor. Ya pardeando llegaba al lugar en donde inicie mi camino. Me decía mis chaneques me cuidan, no me dejan solo”.

“Otro lugar donde han visto los chaneques es rumbo a La Mariposa perteneciente al municipio de Paso del Macho, es por el mes de diciembre en la noche jugando en los charcos de agua que se forman en los caminos de terracería y aún más cuando hay neblina y cuando perciben que alguien viene se esconden en los cañales”.

Actualmente los niños empiezan a reencontrarse con los chaneques, porque personas adultas les han contado que existen, que los han visto en los campos, pero, que no todos los ven, y para ello se necesita tener una gran sensibilidad para sentir, percibir y ver a estos seres tan vivarachos desde un punto de vista analítico.

Lo primero es creer y después observar, cada quien ve lo que quiere creer. Y, destaca Armengol: “Siempre me he cuestionado si todo lo que me ha pasado y visto es producto de mi imaginación, o tal vez es real, no lo sé, dudar es no creer, porque una cosa es ver y otra observar, al observar es creer y creer es que existen. Desde la época prehispánica ya existían estos seres, eran los espíritus guardianes de los bosques, del agua, del fuego, eran un todo. Yo les muestro respeto porque ellos aún están con nosotros, aunque no los veamos, tratan de decirnos “aquí estamos, no nos hemos ido; queremos que despierten,ya no duerman. Nos están destruyendo y ustedes también. Estoy junto a ti, no tengas miedo”.

Todo esto es tan solo una parte pequeña de lo que sucede en nuestra dimensión en la que vivimos, de seres que han estado por cientos de años hasta nuestros días, desde la época prehispánica al mundo moderno actual.

Para finalizar, enfatiza el profesor Armengol González, “les diré que muchos de nosotros los maestros que hemos trabajado en comunidades indígenas y rurales, nos han sucedido o pasado cosas raras y muchos no lo comentamos o platicamos por temor a que nos llamen locos o que estamos inventando. Esto también les sucede a los niños; no les creemos; simplemente decimos es su imaginación”.


Referencias:

Uscanga Constantino, Tomás. (1998) “De Tierra y Agua: Narraciones, mitos y leyendas de Catemaco”, IVEC (Col. Atarazana), Xalapa, Ver. / Fotografía de portada tomada de México Desconocido / Portal Veracruz / El sol de Córdoba / México nostalgia.

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